jueves, 19 de mayo de 2011

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miércoles, 14 de enero de 2009

TEXTO ORIGINAL DEL CUENTO PUBLICADO POR EL INSTITUTO ELECTORAL DEL DF

JUAN CHARAL, EL MÁS GANDALLA

Yo les suplico, señores, a mis voces atender.
Voy a cantar un corrido, de esos que hacen padecer.
No pretendo con ellas a ninguno ofender.
Pero esta es la historia de Juan Charal y su mujer.

Nació el charalito en el agua clara
Del lago de Pátzcuaro,
Conocido por Janitzio, su isla encantada.

Desde pequeño, Juan Charal buscó saber quién era. No tenía identidad. A veces pensaba que se parecía a los ajolotes, a esos sujetos de sangre fría y respiración branquial que comercian con la droga. O que quizá era un acocil, uno de esos animales que se pasan la vida a la sombra, completamente idos por el alcohol y las drogas. O de plano, ¿sería un pato? Un apañador, un tira, un guarura… No sabía.
Le costaba mucho trabajo identificarse con los demás charales. Y llegó a despreciar a su cardumen.

No supo si era charal,
Pescado blanco o achoque,
Le dio por beber rompope,
Luego tequila y ron de caña,
Fumó la mala hierba
Y la traficó con maña.

Su niñez, fugaz y difuminada, despreocupada, pero muy corta, desapareció, sorpresivamente, con la muerte de su padre: saberse el hombre de la casa, morder el amargo conocimiento de las limitaciones, las escaseces y la rabia que le eructaba como impotente agrura. Lo llenaron de resentimientos.
Se volvió violento con los débiles, con aquellos a quienes podía partirles su madre. Déspota, tiránico. Sólo su voluntad y deseos contaban. Sólo su tiranía.
Desde que nomás fuera un charalito de días, Juan había aprendido a rajársela, a partírsela para que no le quitaran los moscos de comer o las pocas piedras que atesoraba en su nido. De tan valiente y apañador, de tan malevo y abusivo, le vino su apodo de gandalla, es decir, malo, sin moral ni piedad.
Deshonesto, mentiroso, parrandero, jugador, mujeriego, aprovechado, violento, falto de respeto y resentido contra todas las corruptas autoridades de este y del otro lado del charco, ¿qué podían importarle a él los sueños de honestidad, tolerancia, participación, justicia, equidad y legalidad, que las nuevas instituciones del Lago decían que de ahorita en adelante imperarían en nuestras aguas? ¡Qué le importaban las falsas promesas de la seudo democracia!
—Puras mentiras de políticos —juraba, mientras que su vida se iba en el sexo promiscuo, el juego y las peleas— Así es la vida de los peces macho —aseguraba, riéndose ladino.
El tiempo no pasó en vano. Aquella vida disoluta ya le había dejado estragos. No sólo físicos, también en el alma. Pues luego de la parranda, le iban quedando emociones y experiencias que, poco a poco, enturbiaban más y más las aguas en las que vivía Juan Charal. Las aguas de la vida, las aguas entremezcladas ya con las aguas de la enfermedad y de la muerte…
Para entonces, Juan Charal ya tenía mujer e hijos, un asesinato en el recuerdo y la más tremenda sensación de soledad que charal alguno recuerde… Una enésima pelea. Con la mujer, con los amigos.
Como el Pulchinela: mató al perro del vecino y al vecino también, tiró al niño por la ventana y cuando vinieron por él, se les peló; al mismísimo Diablo lo mató a palos… De eso se reía y envalentonaba el más gandalla. Mató al Pez Diablo, pero la agonía del contrario le pesaba en el alma.
—Aquí se hace lo que yo digo, carajo —le gruñó a su mujer, golpeándola; una vez más, una de tantas.
En su mundo no contaban las opiniones de los demás, ni los derechos, ni los deseos. Sólo las obligaciones hacia él. El gran patriarca. El gran macho mexicano. Réplica exacta, en miniatura, del Señor Presidente del Lago.
Luego de esta nueva bronca, solitario, triste, sin amigos ni con quien compartir, comenzó a pensar que la mejor solución, la única solución a todos sus problemas, la gran alternativa de su vida, sería irse a vivir Al Otro laGo.
“Allá en el Norte”, había escuchado que comentaban en las cantinas, “hay Pescadas Blancas de ojos tan azules que llegan a ser la envidia del Cielo”. Un paraíso al alcance de las aletas de aquellos audaces que se atrevían a salir del agua e irse para Al Otro laGo… Al soñado y dorado exilio del Norte en busca de mejor manera de vida; donde algunos se habían perdido en un silencio denso y sin fronteras…

Cuando llegó a la frontera
Sin saber que ya su esposa
Otro hijo suyo iba a tener.
Con Willy se entrevistó;
El coyote pollero más afamado
Y astuto de la región.
Le dijo: “Hoy estás de suerte
Mañana te cruzo, Juan Charal”

En una de tantas cantinas, en una de tantas parrandas a la orilla del lago, conoció al Coyote Pollero.
Al que apodaban “Coyo-te-Llevo”, pues se sabía de sus habilidades para pasar a los charales —e incluso a otros peces indocumentados de más al sur— Al otro LaGo.
—Mira, charalito —le explicó el Coyote—, se trata de cruzar el páramo… Yo he pasado hasta pollos para allá, cuando más charales… Tengo una jicarita con la que he cruzado a muchos. Es cosa que te decidas y te cargo en el hocico.
El charal dudó.
—Con poco dinero, mañana mismo estarás en Los Lagos Unidos del Norte, ganando en menos de una semana el costo del traslado, para de ahí en adelante a divertirse en grande: ya que ahí las charalas no son remilgosas, ni se miden para darle vuelo a la hilacha —aseguró el Coyote—. Además del pase, te doy cena en la noche, hotelito donde dormir y desayuno al día siguiente… qué, ¿le entras?
Salió de su hogar con miles de ilusiones y una bolsa de plástico como maleta, suficiente para cargar las tortas de gusanos que su mujer la había preparado para el viaje, la mejor de sus camisas, dos camisetas, dos calzones y dos pares de calcetines. Escondía en las escamas de su cola las moneditas de oro ganadas a base de sinsabores, trampas y préstamos conseguidos con la promesa de una pronta devolución acrecentada.

Y se fue… Y se fue…
Ahogando el llanto en el adiós
De su mujer. Se fue
Sin saber, que de ese viaje
Ya jamás iba a volver…
Juan Gandalla iba a desaparecer

El hotel resultó una charca sucia, mitad lodazal mitad charco de aceite. La cena estuvo a la altura del alojamiento, una bazofia sin sabor ni gusto. Y se fue a dormir en un gran cuarto donde otros charales entre ronquidos, suspiros y uno que otro sollozo —amén del olor a acre entre humanidad y pescados en putrefacción— esperaban pasar la noche, para cruzar al Otro Lago. Apenas si descansó, no pudo dejar quieta a la inquietud, así la tuvo: en vela.
Después de desayunar unas tortillas duras con chile y sorber un líquido caliente y oscuro al que llamaron café, salió con el Coyote, seis paisanos mexicanos, tres guatemaltecos y un matrimonio salvadoreño con su hija de pocos años: unos pececillos que dejarían la vida en la frontera del lago.
Salieron, digo, en pos de la tierra de las ilusiones y de la fantasía. Allí fue donde comenzó a morirse Juan Charal, el más gandalla…

El vagón cruzó al otro lado.
Casi siete horas después,
Fue cuando el aire empezó a terminarse…
Y ya nada pudieron hacer
Nadie escuchó aquellos gritos…
¡Auxilio!
La puerta no quiso ceder.

Uno a uno se fue cayendo,
Y así falleció un buen…
Juan Charal por poco cae,
Pero se les peló. Y se fue… Y se fue…
Cuando llegaron los Border Patrol,
En la bola, se les fue…
Dicen que al mismo Demonio, también se le fue.

Esos patos gandallas que hablan en pa… tés y viven en la frontera de los Lagos del Norte, custodiando la muralla, fueron los que provocaron la matazón de peces indocumentados; que ahora eran “desaparecidos”… Y si de aquel lado los llaman Border Patrols, de este lado sencillamente los llamamos hijos de la patada. Ellos fueron los responsables: pero ¿qué les importaba a ellos matar peces, así o de otro modo, si de todas formas servían como botana?

Voy a cantar un corrido, escuchen muy bien mis compas,
De un charalito nacido en tierras michoacanas,
Que un día partió él solito, hacia regiones lejanas,
Y cómo fue a dar con sus espinas o huesos a la frontera tejana.

De Pescadas Blancas mejor ni hablar… Y de los tesoros prometidos, bastaría realizar el recuento de los daños…
Con contarles, que En el otro laGo hay más basura que oro… Y lo que solía relucir, no eran más que trampas, señuelos e ilusiones: fantasías colocadas en anzuelos y si uno se descuidaba, quedaba enganchado de por vida o muerto en la red de aquel narcotráfico.

Tenía un primo lejano
Que de mojado se fue
Al poco tiempo le envió un telegrama
Diciendo: “Juan ven pronto”
Tu primo, José.

Pues un trabajo le había encontrando
piscando algodón como él…
Eso decía el condenado
Sin revelar el porqué.

Como se suele decir por acá, en nuestro lago, a Juan Charal le fue del cocol… Su enfermedad empeoró; su enfermedad anímica, quiero decir, esto es, la enfermedad de su alma, avanzó. Y la más honda soledad se apoderó del charalito.
Lo cierto es que cuando se carece de identidad, se buscan soluciones fáciles. Y cuando se buscan soluciones fáciles, la vida suele complicarse. Así termina uno solo, asilado, abandonado de uno mismo.
No era pisca de algodón en lo que el primo trabajaba, sino en negocios turbios: robar comida de señuelos, hurtar carnada, hundir peces en el lodazal para quedarse con sus pertenencias. Traficar con productos ilícitos. Emborrachar a las jovencitas.
Cuando quiso darse cuenta, había dejado de ser el más malo de la charca; era sencillamente un delincuente, un indocumentado, un vago, un traficante, un borracho… Un pendenciero que huía cuando sonaba la sirena de los Patrols, sin importarle más que su sucia existencia, dejando allí mismo y sin ver cualquier cosa. Y todo con tal de permanecer en aquel lago de ilusiones y fantasías. Era uno menos.
La vida del pez fue otra. Los pescados blancos lo discriminaban. El trabajo era más escaso de lo que había imaginado y lo poco que obtenía apenas si le alcanzaba para mantener viva la parranda. Así, luego de una colosal borrachera, devastado hasta lo más íntimo de su ser, boqueando en una orilla de un pantano a punto de morir, Juan Charal pidió una última oportunidad.
Sólo entonces fue que Juan Charal comenzó a darse cuenta de lo que significaba ser un charal de este lado.
Le cayó un veinte, como solemos decir.
Y luego fueron pesos. Y hasta centenarios, pero no de oro, sino de entendimiento.
—¿El más gandalla? Ja, ja… —se reía de él aquella ranita, quien sería su salvación, cuando lo encontró tirado en el lodo, golpeado, lloroso.
Al principio el charalito pensó que la rana iba a tragárselo, pero afortunadamente era vegetariana. Y no sólo eso, era sabia en esto de la identidad.
La Rana-Araceli iba a ayudarlo.
Había juntas comunitarias en las que se hablaba del Lago, del de acá. En las que se podía aprender, también, el valor de la identidad. En estas juntas se establecía un programa de vida, de una nueva vida; sin alcohol ni drogas, basada en el amor a la patria, es decir, al agua clara que nos vio nacer, a la fuente de vida.
En una de estas reuniones se le alentó el anhelo de volver a su charquita, pero no nomás así, a lo puro menso y a pasar miserias, sino a hacer un cambio radical de juicios y actitudes, de valores, de normas de conducta… Iba a volver, pero como un charal completo, orgulloso de serlo.
Juan regresó a su lago natal. No era Juan Charal, el más gandalla, sino un charalito más… ya no uno menos.
Con mucho trabajo por hacer, no sólo con su persona, sino también con su familia y desde luego, con su comunidad, Juan no regresó como un alhajado (que es como suele verse a muchos que van de aquí para allá, con sus recias cadenas y su hablar de coyotes), ni con una troca de no manches, ni con pescada blanca, vamos, regresó con una aleta atrás y la otra adelante. Quizá más pobre que cuando salió, en lo material, claro está; porque por dentro, Juan Charal había vuelto al cardumen. Había recuperado su identidad. Había descubierto lo más importante de la vida.

Así termina la historia, no queda más que contar
De otro paisano que arriesga la vida
Y que muere como ilegal…
De aquel Juan Gandalla que mil sueños tenía
Y que volvió siendo nomás Juan Charal.

La historia podía terminar así. Pero es necesario contar dos asuntos más, para comprender —a fondo, como suele decirse en el lago— lo que sucedió con aquel singular charalito. Y con su mujer.
Veamos primero la historia del lago.

Algunos recordarán los tiempos en el que las aguas eran hediondas, turbias y llenas de algas que infectaban la superficie; abundaban los residuos sólidos, los restos de plaguicidas y en ocasiones amanecían con millares de peces flotando reventados por la contaminación. Aquella situación fue analizada por Juan y llegó a la inevitable conclusión:
—Compañero charalitos —les dijo en una junta comunitaria que había organizado, para que los valores de la equidad, la justicia y la igualdad fuesen hechos y no sueños de barro—, está claro que son quienes nos gobiernan los que han permitido que esto suceda. Con tal de enriquecerse, estos políticos han vendido nuestras riquezas a precios irrisorios, quedándose ellos con las ganancias, las cuales debían habérsenos entregado. No sólo esto, han permitido que animales de todo tipo ensucien y contaminen nuestro lago; dejan entrar a los ajolotes que drogan a nuestros hijos y se los comen; dejan que los coyotes orinen y defequen en nuestras charcas; y lo que es aún peor, alientan a los buitres, para que hagan de las suyas, con tal de que les den un jugoso dividendo. Esto tiene que cambiar.
Algunos llamaron a los plantones la “revolución silenciosa”, otros se quejaron de aquel estado de anarquía que parecía ser el Lago de Pátzcuaro, cuando comenzó la rebeldía que condujo a la huelga general, y claro, finalmente al anhelado cambio. Pero sin importar el nombre que se le dé a aquel movimiento de masas acuáticas, lo cierto es que si hoy vivimos en esta agua limpias, a las que uno las llamaría “la región más transparente del agua”, ello de debe, sin duda, a ese pequeño charal, que dejó de ser gandalla y aprendió a ser lo que era, es decir, un sencillo y humilde pez.

Ahora, el segundo punto. Pues no se puede terminar este cuento sin antes contar la versión de quien conoció a Juan Charal mejor que nadie, su propia mujer. Quizá esto nos lleve a poner las aletas en el agua o como dicen los patos: los pies o las patas en la tierra, pues a veces se tiende a idealizar el legado de quien pensamos fue un héroe, sin considerar los sentimientos de aquellos que habitaron junto a él. En especial cuando fue un vagabundo y un irresponsable que los abandonó para irse al Otro Lago.
Escuchemos, pues, la verdad en esta historia.


Hablan la esposa de Juan Charal y los hijos
Cuando lo conocí, me bajaba la luna y las estrellas. Era el charal más bonito del lago. Hablaba de sus grandes sueños, de convertirse en el pescado más importante. Sus sueños eran los viajes, conocer el mundo, ir de lago en lago, tener mucho dinero.
Yo… yo también quería conocer otras aguas. Desde pequeña, pescadito diminuto aún, mi madre me decía: “Tú no eres de aquí, debes buscar otras aguas, otros horizontes. No hagas como yo, que me quedé en los puros sueños y mírame, llena de hijos y sin poder escapar, atrapada en este lago”. Y así todos los días: “Tú no eres de aquí, yo quiero que seas alguien, no como yo…”
Crecí cuidando hermanos, camadas nuevas cada año. No hacía caso de ningún pescado que me hablara bonito, yo no distinguía si eran blancos de Pátzcuaro o tilapias de lodazal… me daban igual. Hasta que llegó Juan…

Yo les suplico señores, a mis voces atender
Voy a cantar un corrido, de esos que hacen padecer
No pretendo con ello a ninguno ofender
Pero esta es la historia de Juan Charal y su mujer

El lago… era más azul
Más azul con él
Todo brillaba alrededor
Alrededor de él.

Nos mudamos a una cueva oscura y pequeña. Un nido “mientras tanto” las cosas mejoraban.
—No hay para más, por ahora… Pero todo va a cambiar. Ya verás… ya verás…
Paseábamos juntos por el lago, hablando y soñando.
Me ensañaron a ser una buena charala, así que arreglé con esmero el oscuro agujero. Unas algas por aquí, caracolas por allá. Al fin que era “mientras tanto”. Quedó mejor aquel hoyito al que llamamos nidito.
Al poco tiempo de vivir juntos, no llegó a cenar.
Pensé que había tenido algo importante que hacer. “Ahora sí, un buen trabajo y a mudarnos de aquí”. Luego llegó un mosco con el recado:
—Que no lo esperes, seño, que está bien ocupado.
Y se fue zumbando, divertidísimo.
Llegó en la madrugada, con sus aletas caídas. “No me digas nada, estoy buscando trabajo. Ya verás, ahora sí nos tocará la buena”.
Así fue a la segunda y la tercera vez, pero a la cuarta ya no dio explicaciones. Cuando se las pedí, siguió dando excusas. Hasta que se acabaron las excusas y comenzaron los insultos. Hasta que se acabaron los insultos y empezaron los golpes.
—Un hombre no da explicaciones y menos a su mujer.
Alcoholizado, golpeado, así llegaba el charalito de mis sueños. Ya no hubo luna ni estrellas. En cambio, comenzaron a llegar los hijos. Con el segundo, me dejó abandonada la primera noche, dizque tenía otras ocupaciones. Me repuse, adolorida.
Me puse a lavar ajeno, a limpiar otras cuevas. Apenas alcanzaba. Juan, si llegaba, llegaba... a comer, a dormir, a exigir, nada más. Los hijos bien gracias, ni sabía sus nombres, ni qué necesitaban.
Un día me confesó su gran idea: irnos al otro Lago.
—Lagos cristalinos, viajar, viajar, irse lejos. Mucha comida. Grandes promesas. ¡Piedras preciosas! ¡Hartas larvas de mosquito para tragar hasta hartarnos!
Como en los buenos momentos, regresaban las promesas: “Ahora sí, ya verás, les mandaré todo lo que gane”. Y yo a soñar: “Ahora sí, otra cueva mejor, lagos limpios para mis hijos, al fin dejaría de parecerme a mi madre y le demostraría que yo sí pude hacer las cosas diferentes…”

Juan Charal salió una mañana
Bolsa en mano
Tras el sueño americano

Otras aguas, otros lagos. Me quedé sola con nuestros, más el que venía en camino. Sola y con la esperanza de que esta vez sí las cosas iban a cambiar. Diciéndoles a mis charalitos, como la Patita de Cri-cri: “Traguen mosquitos, cuaracuacuá”
De Juan, ni noticias. Cuesta acostumbrarse al silencio, a la ausencia, aunque fuera el pescado más ausente de todos los pescados. ¿Qué pasó? ¿Pasó o no pasó? ¿Llegó o no llegó? Unos dicen que sí, otros que no.
—¿Cuándo va a regresar papá? ¿Me traerá la muñeca que me prometió?

Ya no pude seguir esperando.
La vida sigue. La vida tiene que cambiar. Mis pescaditos ya estaban crecidos, por lo que me reuní en familia y solemne les dije:
—Hijitos, vamos a hablar, las cosas tienen que cambiar.
—Vamos a organizarnos, mami.
—¿Qué podemos hacer entre todos para salir adelante?
Con un nudo en la garganta, sintiendo las tenazas del miedo, el temor al rechazo, la huida de su cardumen espantado ante la locura, siendo la mujer de Juan Charal les hablé. Lento, pausado, con amor y con firmeza.
—La vida sigue. Nuestra vida tiene que cambiar… De ahora en más, es la vida sin Juan. No sé si sea para mejor o para peor. Empezar por el principio. Los mayores se harán cargo de sus responsabilidades; trabajar, ayudar en la casa, aportar dinero, cada quien a su capacidad. Los más chicos deben seguir yendo a la escuela.
—Tender la cama. Barrer. Uf, que flojera
—Preparar cada noche la ropa del día siguiente. Organizar la comida, lavar los platos, hacer la tarea. Uf, que flojera.
—Cuidarnos los unos a los otros. Y lo más importante, hablar, hablar de nosotros, de nuestros sentimientos… De quiénes somos, de dónde venimos, de cómo nos sentimos. Para no perdernos.
—Yo sentía feo cuando mi papá te pegaba —confesó el charalito mayor.
—¿Por qué no hacías nada? ¿Por qué no te defendías? —la encara la hija segunda.
La democracia en casa tiene sus bemoles: no todos dirán cosas agradables o para agradar a los demás. El fin de la tiranía despótica del Señor Presidente en miniatura trae como consecuencia un hogar dividido. Hoy hablamos de sentimientos, de viejos dolores. Un río, un río de miedo, de angustia y terrores nocturnos.
Entonces reflexionaba: “Estos son tus hijos, charala. Los que tal vez no deseaste o pediste. Los que te llegaron. Algunos más amados o deseados que otros. Pero aquí estamos, unidos, saliendo adelante. Juntos”
Al otro día hablamos. Y al otro también. El diálogo se fue haciendo costumbre, la democracia también.

Cuando llegó a la frontera
Sin saber que ya su esposa
Otro hijo suyo iba a tener.

Veo sus caras. Los miro a los ojos. Los ojos de Juan en el mayor. Su misma aleta torcida en la charalita. Todavía lloro por las noches.
Pero la vida sigue.

—Yo me acuerdo de la noche en que llegó con sus amigos, pusieron la música tan fuerte que me despertaron. Tú te enojaste. Empezaron a gritarse. Me metí debajo de la cama, no quería escuchar. Y al otro día, nadie se pudo levantar, todos nos quedamos como muertos. Eso sí, nadie habló de lo sucedido… Hay cosas que no puedes compartir con tus amigos o maestros. Seguro que te señalarán como el hijo del borracho.
—Un día me dio una cachetada, porque quería camarones… y no había. Nos fuimos a refugiar con tu amiga, la del puesto en el mercado. Teníamos tanto miedo que nos encontrara.
Ah, los recuerdos, cómo duelen.

Pero la vida sigue.
Poco a poco, nuestra pequeña familia habitante de la cueva más oscura del lago, encontró a otras familias como la nuestra y nos pusimos a hablar. Juan no era el único que se había ido en pos del sueño americano. Algunos tenían cada mes buenas noticias, algo de dinerito. Dinerito generador de malas costumbres. Para qué trabajar si el del Otro Lago nos mantiene. Las pescadas a gastar. Las más prudentes —que eran las menos— dedicaban sus ahorros para comprar un terrenito y fincar la casa. Los que más ganaban eran las casas de cambio y los dueños de éstas, gordos peces encumbrados políticamente. Los que estaban en el Otro Lago eran quienes en verdad mantenían al lago de Pátzcuaro, para bien o para mal.
Los hijos de Juan, mis hijos, nuestros hijos, al principio sintieron mucha envidia y malestar. Ah, que sentimiento tan canijo es la autocompasión, la lástima de uno mismo. Tan destructivo, tan paralizante. Allí van, esos son los hijos y la mujer de Juan Gandalla. Dicen que los abandonó.
Mi primera hija fue la más valiente. Aceptó que las cosas no iban a cambiar. Dejó de esperar milagros. Dejó de mirar desde la puerta cada tarde. No hay cartas, no hay dinero, no hay noticias… Ya no va a volver, concluyó.

Y se fue… Y se fue…
Ahogando el llanto en el adiós
De su mujer. Se fue
Sin saber, que de ese viaje
Ya jamás iba a volver…
Juan Gandalla iba a desaparecer

De a poco nos acomodamos a la nueva vida. El padre ausente pasó a ser un recuerdo. La vida, con sus exigencias y responsabilidades, seguía. Con sus alegrías y sinsabores, con su inexorabilidad.
Cuando la abuela quiso ser parte de la familia, tuvo que sujetarse a ciertas condiciones.
—Aquí no vienes a criticar, a juzgar ni a quejarte —le pidieron. Ella movió las aletas en un gesto difuso, no se supo si asintiendo o dándoles el avión, pero qué bien cocinaba…
Comenzó a existir el tiempo. Tiempo para hablar, abrazarse, reír y llorar. Tiempo de verse a los ojos. De saber cómo era cada integrante de la familia.
—En esta casa hay horarios, responsabilidades, tiempo de trabajar, tiempo de descansar, tiempo de soñar, tiempo de acompañarnos. ¿De acuerdo?
El ritmo comenzó a ser de otra manera. El orden y el sentido regresaron. Aparecieron los amigos, las novias, los vecinos. La cueva dejó de ser la cueva más oscura del lago. Y pasó a ser un lugar de reunión, apacible, cálido y familiar, donde había risas, se comía a tiempo, se pagaban las cuentas…

En la bola, se les fue…
Dicen que al mismo Demonio, también se le fue.

Del padre ausente, ni noticias. Era eso: una ausencia. Afortunadamente ya había dejado de doler. Se estaba convirtiendo en un recuerdo…
Para entonces di rienda suelta a mis sueños. Si ya no iba a ir a otros lagos, al menos devoraría los libros sobre esos lugares. Comencé a redescubrirme. Recordé que cuando era apenas un diminuto pez, no me parecía al resto de la camada. Era una soñadora. “Yo era feliz”, pensé. “¿En qué momento cambió tanto mi vida?”
Como muchos otros peces, me dejé arrastrar por la corriente, que me condujo muy lejos del hogar, a la cueva más oscura del lago. Justo donde no quería estar.
Juan apareció como la posibilidad de concretar sueños que a mí se me antojaban imposibles de realizar. Viviría la vida a través de él. Viviría para él, como le enseñaron: “tú no cuentas, debes apoyarlo, atenderlo, escucharlo. Tú no existes.”
La ausencia de Juan me volvió a arrastrar. Sólo que esta vez a otras aguas. A un río parecido al que se bañaba cuando era pescadita. Se vio rodeada de sus hermanos y la multitud de sobrinos. De sus amigas de la vieja escuela.
—¿Qué pasó contigo charalita? Ibas a viajar, a escribir, a sorprendernos a todos. Tú eras diferente… ¿Qué te pasó?
Sentí vergüenza, rubor y luego sobrecino una sonrisa calma. Una de mis antiguas amigas me dio el más valioso de los consejos:
—Siéntate con calma, lejos del ruido, piensa en ti misma. Encuéntrate en tus sueños. Lo más difícil es acallar el ruido interior, esas voces implacables que dicen no eres buena y no sirves para nada. Que sin él, te mueres. Y escúchate.
Empecé a recoger mis pedazos. A reconocerme como una sobreviviente. Sobreviviente de una guerra en la que no pedí participar, que no elegí conscientemente. Entonces aparecieron voces nuevas: ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿A dónde voy?
—Construye a partir de ti misma —le había aconsejado su amiga.
Y así continuó la vida sin Juan.
Otra manera de verla a la vida misma.
Mi vida.

Aprendí a hacer muchas cosas. Muchos, menos yo misma, parecían darse cuenta de esto; pero necesité empezar despacio y con temor a equivocarme. Tuve días buenos y días malos. Apareció un trabajo, una nueva casa. Una nueva familia. Una nueva pasión.
Poco a poco encontré mi camino. Y dejé de extrañar a Juan, al menos no tanto. Me encontré ocupada, construyéndome a mí misma…

—Ya llegué mamá… Ya me voy mamá.
—¿Comemos juntos el domingo? ¿Salimos a dar una vuelta por el lago?
Cómo han cambiado las cosas. Los mayores cuidan a los menores. Los menores creciendo. Los mayores yéndose de casa. Otras vidas. Otros rumbos. Los menores se han vuelto mayores… Y la vida iba a cambiar, de nueva cuenta.
Fue un viernes en la noche. ¿O era la madrugada del sábado? Mis hijos estaban en casa, cenando; aunque ya era medianoche cuando tocaron la puerta.
—Es tarde —dije, sin pensar.
—¿Esperas a alguien?
—Yo no.
—Yo tampoco.
—¿Entonces?
El mayor se levantó. Preguntó a través de la ranura puerta. Y la respuesta nos dejó helados.
—Soy yo. Juan.
—¿Juan? ¿Qué Juan?
—Juan Charal.
Después de todo ese tiempo, era él… Y una interrogante: ¿Le abro? ¿Le hablo? Todos nos miramos. Espantados. Asustados. Sorprendidos. Me sentí como jalada por una aleta invisible a mi vida pasada. A los gritos y a los golpes. A las amenazas del “Ya me voy”. Otra vez el miedo, ese viejo sentimiento que ahora retorna implacable… Reaccioné de a poco, pero con determinación.
—Ábrele.

Voy a cantar un corrido, escuchen muy bien mis compas,
De un charalito nacido en tierras michoacanas,
Que un día partió él solito, hacia regiones lejanas,
Y cómo fue a dar con sus espinas o huesos a la frontera tejana.
Voy a cantarles ahora
El despertar del charal
De cómo aquel malora
Se sacudió todo mal.

Del que se fue ya no queda ni un rastro. Tal vez el brillo de sus ojos. El tiempo ha pasado, más bien parece que lo ha pisado. Juan se queda parado en el umbral. No se atreve a entrar. No reconoce el lugar, ni a los que están dentro. La imagen que retiene en algún lugar de su memoria se esfuma. A todos les pasa lo mismo.
—¿Quién es? —preguntan. Es el más pequeño. El que creció sin padre.
“¿Qué le digo?”
—¿Qué quieres? ¿A qué vienes? —le pregunta el mayor. El tono es ambivalente.
Es el precio que hay que pagar. Ni modo, Juan.
Para algunos serás el hijo pródigo. Para otros, un ser de otro planeta. Bienvenido o rechazado. Te vas o te quedas. No se puede evitar el recuerdo. Él también creció sin padre, peleando por su lugar, ocupando el lugar del padre. Cuando Juan reconoce la mirada de su hijo mayor, sabe que tiene mucho trabajo por delante.
—Vengo a quedarme —dice Juan.
—Hay condiciones —murmuro. Mis palabras son dolorosas al principio, pero soy la charala responsable de mi cardumen y no puedo permitirle dañarlo—. No puedes vivir con nosotros.
Si tenía la loca fantasía de que iba a ser bien recibido, se equivoca. Tiene por delante el largo camino de volver a ganarse el amor y un lugar en su familia. Una familia que no se parece en nada a la que dejó atrás, cuando se fue sin importar el precio que iba a pagar. Sí, tiene mucho trabajo. Y si él quiere hacerlo, que lo haga.

Así termina la historia, no queda más que contar
De otro paisano que arriesga la vida
Y que muere como ilegal…
De aquel Juan Gandalla que mil sueños tenía
Y que volvió siendo nomás Juan Charal.

Poco a poco, el círculo familiar se amplió para hacerle un lugar y devolverle su sitio. Para nadie es fácil. Toca escuchar y abrir el corazón.
—Esta vez no hagas promesas —le pedí.
Lo cierto es que no tenía mucho que ofrecer, más que su persona. La nueva persona en la que se ha convertido.
Y este podría ser el final del cuento, de esos que dicen: y vivieron felices para siempre. Pero fíjense que no.
Lo que comenzó como el gigantesco esfuerzo de recuperar a la familia —algo que quien sabe cuándo terminará de hacer— hoy continúa más allá de las puertas de nuestra cueva, afuera, en el lago.
La amenaza existe. Se llama progreso. Bosques por maizales. Combustibles en vez de alimento. Deforestación. Basura. Agua sucia. Charalitos muertos en la niñez. Más y más pescados en pos del sueño del Otro Lago. Pueblos de mujeres y viejos. Hambre. Desperdicio. Opulencia y desolación, como las dos caras de una siniestra moneda. Un puñado de arroz por toda comida. Arroz como comida de mascotas. Televisión por cable halagando a los grandes chefs de orbe, cuando los habitantes del lago empiezan a morir de hambre. Despilfarro. Desesperación. Crisis.
Y a pesar de todo, aquí y allá, como por milagro e iluminando la horrible realidad que nos rodea, han surgido pequeñas islas en el lago. No islas de lodo y piedra, me refiero a las otras, a las islas de charalitos, pequeñas comunidades dedicadas a cambiar lo que parece irreversible.
Bah, ecologistas, dicen con desprecio las clases dominantes. Puro bla-bla acusan las pescadas blancas desde sus limusinas. Nadie les debería hacer caso a esos extremistas, profetas del desastre. ¿No ven que mienten? No hacen nada útil. Sirven a oscuros intereses…
El lago —dice el Señor Presidente del Lago— está mejor que nunca, y yo, yo tengo las manos limpias.
Juan ha aprendido la lección. Ahora puede ver adónde pertenece. Juan regresó, como ya dijimos, dispuesto a recuperar su identidad. Y este fue el inicio de lo que se conocería luego como la “revolución silenciosa”.

Lo que comenzó como una sencilla protesta —bueno, no tan sencilla, pues nació del dolor— fue la semilla del gran movimiento. Era un experimento “inofensivo”.
Hoy no entran los camiones de basura ni pueden tirarse desperdicios al Lago. Hace meses un gran cartel amaneció en la orilla. Decía:
NO MÁS CONTAMINACIÓN. PLAYAS LIMPIAS.
Y un grupo de charales unidos, silenciosos, formaron una sólida muralla entre los camiones y el lago.
—No pasarán —dijeron.
Y no pasaron.
Les explicaron:
—Los cacareados Derechos Democráticos impiden que los camiones arrojen la basura sobre las aguas. Mejor, se la llevan a otra parte. No vaya a ser que los denunciemos por intento de asesinato.
Y Juan les dijo:
—Compañeros charalitos, se trata de escoger un objetivo y no parar hasta lograrlo. Son muchas las propuestas: la basura, las aguas residuales, los talamontes, los negocios del señor presidente, la creciente mancha urbana…
Parecía imposible. Apocalíptico.
—Alguien tiene que decir hasta aquí —exhorta Juan Charal a sus seguidores—. Ustedes dirán cuándo. Pero recuerden, compañeritos, todo debe ser sin violencia. Grábenselo bien: sin violencia. No vamos a agredir a nadie, ni verbal ni físicamente. Cada cien años hay un cambio profundo en el Lago, pero esta vez será sin sangre.
—¿Se puede, se puede intentar el cambio sin violencia? —indaga uno de los más escépticos.
—Se puede —afirma Juan—. Pero debemos estar unidos e inquebrantables.
Al principio son pocos, un puñado de temerosos valientes que se juegan las escamas. Algunos hijos acompañan a sus padres, entre ellos, mi charalito mayor, que ahora acompaña a Juan. Él es el rostro de la esperanza… Y se acabó la contaminación.
Lo siguiente fue la campaña de no más redes de arrastre en el lago. No más una pesca que pretendiendo ser selectiva —“sólo camarones”, decían los peces blancos del Otro Lago, dueños de las embarcaciones— arrojaba a la orilla cientos de cadáveres de “descarte”, como le llamaban al desperdicio. Y se acabó la masacre.
Cada vez son más.
Bah, ecologistas. Se burlan los políticos, despreciando su fuerza. Hay que matarlos con la indiferencia. Nunca harán nada, sólo frenan el progreso, están en contra de la modernidad. No quieren que la comunidad del Lago avance…
“¿De dónde saca su fuerza Juan Charal?”, me pregunto a veces.
Luego recuerdo que dicen por ahí que cuando el espíritu se despierta, da mucha lata. Y Juan tiene mucha tarea... Ha aprendido de los mejores maestros y ha abierto los ojos. Sabe que ésta es su asignatura pendiente. Se lo debe a su comunidad y a su familia. Ahora sí.
“¿No que éste era el más gandalla?”
Si al principio no le hice mucho caso, vivía aún en la desconfianza y en los resentimientos, pues desde algún lugar, esperaba que Juan volviera a ser el mismo y me decía: “A ver, a qué horas recae y comienza de nuevo la parranda…”, de a poco le volví a creer.
—No quiero hacerte promesas, charalita. Ni prometerte viajes ni aventuras…
—No las hagas.
—Lo único que anhelo es que vuelvas a confiar en mí.
—Compañeros charalitos. Las cosas tienen que cambiar. El problema es que ya somos demasiados en el lago y ya no hay lugar para más, los recursos se acaban. Hay que aprender a repartirlos y a usarlos con más conciencia. Tenemos que detener el despilfarro de los ricos y de los políticos, y retomar el sentido de nuestra comunidad. Vamos a comenzar esta revolución, pero sin violencia.
¿No que éste era el más gandalla?
—Compasión, sentido común y valor, esto es lo que necesitamos —les explica.
¿No que éste era el más gandalla?
—Palabras difíciles de comprender y más aún, de llevar a la práctica. Para muchos es mejor quedarse escondido en lo más profundo de la cueva y ser un simple observador. Piensan que con votar cada seis años ya cumplen con su deber ciudadano y delegan en otros lo que en realidad les corresponde: ejercer la democracia. Debemos volver a un lago en el que todos los servidores públicos sean eso: servidores. Y no senadores.
Hubo risas.
—Todos podemos empezar en casa, con pequeñas acciones. La primera acción real es abandonar el machismo y el paternalismo, y convertir en democracias a nuestros hogares.
Lo que empezó como una referencia curiosa y casi folklórica en algunos periódicos, una nota de pie de página o un comentario perdido en las páginas olvidadas, fue encontrando eco. La idea era simple, pero no por ello menos eficaz. Buscarnos a nosotros mismos. Respetar a los demás. Ejercer nuestros derechos.
Cuidado, algunos creen que Juan es el líder, pero en realidad es uno más. Uno que es todos. Juan es uno entre todos. Parte del cardumen. Alguien con identidad.

Cuenta la leyenda que éste fue el inicio de la llamada “revolución silenciosa”. Un movimiento de aletas caídas, que habría de transformar para siempre al Lago de Pátzcuaro, y a sus alrededores.

Hay que evitar el contagio, dicen los políticos. Que la mancha no se extienda. Que la prensa los ignore. Que no salgan en la tele. Hay que darles el avión…
Claro, para la mayoría de los pescados que habitan el lago, esos que se la pasan pegados a la tele y trabajando mañana, tarde y noche y que le creen al gobierno —o que hacen como que creen—, Juan Charal sigue siendo Juan Gandalla. Una leyenda. Un escrito perdido en una publicación perdida. Un cuento.
Mas aún cuando la prensa descobija su triste pasado, en un intento más para sofocar el movimiento.
Borracho, pendenciero y jugador.
Inmigrante ilegal.
Abandono de hogar.
Violento. Conflictivo. Problemático.
Un gandalla.
Para otros en cambio, Juan es la verdad.

—¿Hasta dónde quieres llegar? —le pregunté.
—Hasta que las cosas cambien —dijo.
—¿No quieres un “hueso”, un puesto en el gobierno? —lo tientan. Él sonríe.
Ni lo desea ni puede permitírselo. Muchos ojos lo están viendo. Varios pescaditos lo siguen. Un puñado de los muchos que también ven su vida perdida en el alcohol y otras sustancias, o en el sueño de sus padres, de irse al Otro Lago, han recuperado la esperanza.
—El momento es ahora —es lo que dicen
—Hay mucho por hacer —me dice Juan.
Una red silenciosa, pero no una de muerte sino una red de vida, ha comenzado a tejerse en las profundidades del lago de Pátzcuaro. Y ha comenzado a avanzar, a avanzar y a avanzar… Cada cien años el Lago se revuelve, pero esta vez lo hará sin derramamiento de sangre.
Algunos soportan fuertes chorros de agua, que intentan quitarlos de su camino, cuando se interponen entre los asesinos y sus víctimas. Otros, llegan casi al borde del suicidio cuando se encadenan a las chimeneas que arrojan residuos tóxicos. Los más jóvenes son los encargados de difundir el fruto de sus esfuerzos.
—No soy yo, somos todos —les dice Juan—. Todos somos uno. El lago es nuestro hogar. Esto se termina, cuando se termina, compañeros pescaditos. Es una batalla sin final. Hay que estar siempre alertas. Todos los días, alguien, en algún lugar del lago, se levantará con la idea de que el dinero lo es todo y de que en su nombre, se abren todas las puertas. Déjenme decirles que no es cierto. No lo es. La única verdad es que debemos defender nuestro lago, nuestra identidad, nuestra vida y el futuro de esta región.

Quizá así habrá de terminar sus días Juan Charal, el ex gandalla. Como un pescado más. Otro habitante del lago.
Contarán, quizá, que ya viejo, gustaba de reunir a los jóvenes en su casa, para platicar y contarles historias de cuando estuvieron a punto de perder el paraíso.
—Anda, Juan, cuéntanos de cuando te disfrazaste de blanco de Pátzcuaro para salvarlo de la extinción —le piden.
—Yo no hice semejante cosa —se ríe.
—Abuelito ¿y que te dijo el señor presidente del lago, cuando fuiste a verlo? —le piden sus nietos.
Y entonces sí, Juan recuerda la respuesta:
—Me dijo lo mismo de siempre: “veré que puedo hacer, aunque no hay mucho presupuesto”.
—¿Y qué le respondiste, abuelo?
—No se necesita dinero, señor. Lo que se necesitan son huevos.
Hasta estuvo tentado de ponerse a escribir sus memorias, pero se echó para atrás.
—¿A poco tuve una vida interesante? —me preguntó. Y sin esperar respuesta, dijo— No hice nada extraordinario: perdí el sentido y lo volví a encontrar. Por eso les digo: no soy un héroe, sólo soy uno más. No me confundan ni se confundan: Soy como cualquiera de ustedes… Soy uno más del cardumen. Soy sólo Juan Charal.
Una leyenda. Un escrito perdido en una publicación perdida. Un cuento.

Así termina la historia, no queda más que contar…

SINOPSIS

De cómo Juan Charal se fue a vivir al otro Lago



Con el apoyo del Programa Cultural de Apoyo al Migrante
Dirección de Promoción Cultural
Instituto Estatal de la Cultura de Guanajuato




AL OTRO LAGO



CURRÍCULO DE GUILLERMO MURRAY
Maestro titiritero. Ha dado cursos de títeres en la UNIMA, en la UNAM y la UPN. Es articulista especializado en crítica teatral de títeres en varios periódicos del país. Dramaturgo de teatro de muñecos. Ha publicado la colección “Cómo hacer títeres”, premiada por la SEP. Publicó Piel de papel, manos de palo. Historia de los títeres en México, libro premiado por el FONCA. Fue curador del Museo Nacional de Culturas Populares con la exposición El oro del guiñol en México: 1933-1960. Ha sido invitado especial en festivales internacionales tales como redactor programa de lujo del Festival Cervantino, festival Delfín de Oro en Bulgaria, al Puppeteers (Muppets de Jim Henson) en Nueva York y al Festival de la Calle de los Títeres en Argentina, entre otros. Del 2005 al 2008 fue director de la compañía de títeres del Ayuntamiento de Morelia, con el nombre de Cúcara Mácara Teatro. Actualmente este grupo es independiente
Más datos en http://www.paginasprodigy.com.mx/GUILLERMOMURRAY/

Currículo de Cúcara Mácara
La compañía de títeres de Guillermo Murray, Cúcara Mácara; reúne a titiriteros, actores y cuenta cuentos profesionales y en constante capacitación, en un proyecto abierto a todas las instituciones, así como a particulares, que desean contratar sus servicios para una función o una temporada. Por ende, su elenco es variable. En la actualidad su repertorio cuenta con más de 10 puestas en escena.
SOLICÍTANOS UN CD o UN DVD CON LAS OBRAS

CAPERUCITA ROJA y NEGRA
CUENTOS DE GUIÑOL TRADICIONAL
EL TEATRO DE SOMBRAS DE OFELIA
MONARCA Y COLIBRÍ (CUENTOS Y LEYENDAS DE MICHOACÁN)
EL TESORO DE MORELOS Biografía del héroe de la Patria.
PASTORELA CON MUÑECOS
PASTORELA CON TÍTERES DE LUZ Y SOMBRA
LA CABEZA DEL DRAGÓN Premio SECUM 2006 a Tres Puestas en Escena
SOS: MENSAJE DE LA TIERRA
LA ALDEA TRANSPARENTE Premio SEE-SECUM-CEAIPEMO 2006 a la mejor puesta en escena
LA ORQUESTA DE LOS DUENDES
YO SOY ESE QUIJOTILLO Homenaje a El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha
Al otro LaGo, la historia de Juan Charal, teatro de sombras
Visita. http://titeres-cucaramacara.blogspot.com/




NECESIDADES TÉCNICAS
Contamos con transporte y equipo de sonido. Lo ideal sería NO llevar la consola ni las bocinas, pero de ser necesario las llevamos.
Requerimos un espacio de 5 metros de boca, 3 de fondo y 3 de altura. Donde se pueda hacer OSCURIDAD TOTAL (teatro de sombras), teatro, salón que se pueda oscurecer, o al aire libre de DE NOCHE.
Requerimos una conexión eléctrica.
Alimentos y hospedaje PARA 2 PERSONAS.
La duración de las obra es de aproximadamente 50 minutos. Tardamos 45 minutos en montar y 20 en desmontar.


SINOPSIS ARGUMENTAL
Juan Charal buscó saber quién era.
El abuso del alcohol, una droga aceptada; así como el empleo de otras sustancias narcóticas; la búsqueda del placer inmediato y sin compromisos de ninguna índole, como es el sexo promiscuo, el juego, las parrandas o las peleas con o sin causa, emociones y experiencias que fueron enturbiando poco a poco las aguas en las que vivía Juan Charal. Hasta que llegó el día en el que comenzó a pensar que la mejor solución, la única solución a todos sus problemas, la gran alternativa de su vida, sería irse a vivir Al Otro LaGo.
En una de tantas cantinas conoció al Coyote. Al que apodaban “Coyote-Llevo”, pues se sabía de sus habilidades para pasar a los charales —e incluso a otros peces indocumentados— Al otro LaGo.
Esta es la historia de un Charalito que, al final, supo a dónde pertenecía. Vengan a oírla, que ya comienza el corrido, señores…

jueves, 23 de octubre de 2008